La locura es un cierto placer que solo el loco conoce y esto parecen saberlo bien los personajes de esta novela, que discurre entre los límites de la cordura y la locura en un sanatorio mental francés durante la época de la Ocupación nazi. La camarera de Artaud narra un período de tiempo de la vida de Amélie Lévy, una joven de remoto origen judío que ha sido internada en un hospital psiquiátrico a causa de ciertos trastornos de personalidad. Su vida carece de estímulos hasta que, una mañana, el doctor Ferdière, director del centro, se presenta con un nuevo interno que resulta ser un importante artista de París: Antonin Artaud. Estas páginas nos recuerdan que Artaud murió aferrado a su zapato, como si en ese mínimo refugio pedestre residiera su única certeza frente a la locura o el sinsentido. De manera similar, la novela mantiene el paso y el aliento hasta la última coma, con un rigor que aquel poeta habría calificado de cruel, de no ser por la elegante compasión que despliega el relato. «Tengo pensado soplar hasta tirar abajo el edificio», son las últimas palabras (brutales, delicadas) que le dirige a Amélie, su protagonista. A semejanza del artista al que encuentra, su voz pesa sus nervios y los somete a una extraña precisión, moviéndose en el borde entre la observación histórica y la revelación íntima. Exterior e interior funcionan aquí como dos instancias irreconciliables que, sin embargo, viven contagiándose: demencia y cordura, encierro y libertad, ocupación y soberanía, memoria colectiva y secreto personal. Galardonada con el I Premio de Novela Villa del Libro 2010.