La arista que no se toca, de Zel Cabrera, es una bitácora de vida y conciencia que reflexiona en torno a un tema que le es sensible a su autora: habitar un cuerpo que padece parálisis cerebral; bajo la espiral de tiempo y la acotación de atmósferas significativas que implica la introspección, la voz poética ahonda en la historia invisible, aunque definitoria, de una psique que se reafirma a través de la palabra. De este modo, el trayecto comienza con el ocultamiento del “problema”, de eso que los demás no comprenden y a lo cual, en busca del conjuro, el padre cambia el nombre, aunque la dolencia que significa oscurezca el habla y el movimiento de la hija; posteriormente, la visión se detiene en “aquella mañana” donde crudamente se revela que, por iatrogenia, se adquiere el daño. La siguiente estancia es una metáfora que une y contrapone el arduo aprendizaje motriz, con el acto de escribir, único espacio donde se es libre. Después, la travesía confronta y analiza lúcida y abiertamente la realidad física y sus limitaciones hasta llegar a la aceptación de tal modo que, lo no dicho, se escribe con sus exactas y verdaderas palabras. Si bien estamos ante un lenguaje directo, transparente, la estrategia escritural se centra en la observación aguda del hecho, para destacar el gesto sutil donde se esconde, pero destella, sombríamente, el padecimiento, con lo que se designa una serie de símbolos que señalan con brillantez, el campo semántico del dolor. Escrito por una de las voces jóvenes más honestas y en pleno dominio de sus recursos estéticos, el libro conforma un necesario y fundamental testimonio en nuestro ámbito poético. —Claudia Posadas