Basta hojear un poco esta octava versión de Bogotá contada, para darse cuenta de que es un libro distinto a todos los demás de esta serie capital. Más allá de lo obvio —cada libro es único, cada lector es distinto y cada una de sus experiencias modela su lectura y cambia su mirada—, es la primera compilación hecha por autores que no están de paso, y, al contrario, tienen un vínculo estrecho con Bogotá, sea porque nacieron acá o porque esta ciudad los acogió, es decir la han amado con el único amor que podemos profesarles a las ciudades, uno no siempre correspondido —porque ella se entrega a todos—, contradictorio y sin remedio. También es un libro especial porque se refiere a una Bogotá distinta por causas de fuerza mayor, pues, como no pasaba desde hace un siglo, esta ciudad —y las demás aglomeraciones humanas del mundo— ha debido sostenerse pese a la recomendación, o la orden, de mantenerse dentro de casa y reducir los contactos con el mundo exterior al mínimo; por lo tanto, los relatos y crónicas a continuación se escribieron sobre una urbe contrahecha y por inventar, vista sobre todo desde la ventana, recorrida en paseos fugaces y eficaces: “Como digo una cosa, digo la otra” de María Leubro; “El cielo y el corazón” de Andrea Mejía; “Afuera solo quedan los gigantes” de Juliana Muñoz Toro; “Bolero del cuerpo y la razón” de Andrea Salgado; “El Museo de la Policía” de Carolina Sanín; “No había pan árabe” de Lina Tono, y “STB: Proyecto Teletransportación” de Adriana Villegas Botero. Quedan entonces estos textos como una guía de viaje mínima por esta nueva Bogotá, o como registro de la misma alborotada —no importa que esté en cuarentena— urbe de siempre.