¿Aquí es Galapagos?, se pregunta Malva Flores a lo largo de este insólito libro de poemas. Lejos de constituir una Novísima Atlántida una actualización, quizá, del Xanadu que Coleridge vislumbrara en sueños, las islas Galapagos son aquí, como lo fueron para Darwin a bordo del Beagle, el punto de partida para una redimensión del hombre en su microcosmos terrestre. "Estoy completamente convencido -escribió Darwin en El origen de las especies, cuya redacción fue gestada en aquellas islas- de que las especies no son inmutables y de que las que pertenecen a lo que se llama el mismo género son descendientes directas de alguna otra especie, generalmente extinguida, de la misma manera que las variedades reconocidas de una especie son las descendientes de esta". Si las especies de la naturaleza no son inmutables, mucho menos las que se reproducen en el hábitat de la poesía. Galápagos asume tales principios evolutivos con una inteligencia e ironía forma les que no desdeñan la amargura y la desorientación como vías de conocimiento. Pero todo conocimiento supone una travesía y, con ella, el exilio. Advierte Darwin que toda variedad seleccionada tenderá a propagar su nueva y modificada forma. Galapagos, la escala más reciente de Malva Flores, exhibe una nueva y modificada forma de hacer poesía el viaje de una naturalista alrededor del mundo, el suyo propio, perdido como el Paraíso y recobrado desde afuera, desde su necesaria y lucida expulsión. Mira las flores. Míralas bien: el terciopelo en su exceso de hambre, escribe la autora haciendo honor taxonómico a su apellido, a la sombra del árbol de la ciencia.