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Los restos de los restos de un canon en construcción. Tercera entrada: Confetti (1935) de Tina Vasconcelos de Berges

Francesca Dennstedt · 06/11/2021

Dos observaciones. Primero: según Ignacio Sánchez Prado, el ingreso de la mujer al discurso literario oficial se dio de forma paulatina y se vuelve más evidente en la década de los cincuenta con escritoras como Elena Garro, Rosario Castellanos y Josefina Vicens. Segundo: Emily Hind en Femmenism and the Mexican Woman Intellectual dice que las escritoras del siglo XX tienden a escribir de forma aislada, hacen pocas colaboraciones y difícilmente se encasillan en generaciones (7). Pienso en estas observaciones al ver mi proyecto de verano y veo que las escritoras de mi lista parecen plantear alternativas a las observaciones presentadas por Sánchez Prado y Hind. Pienso también en lo que señala Adriana Pacheco en relación con lo femenino en el siglo XIX y la tarea de re-imaginar qué hay detrás del panorama cultural y literario de épocas pasadas.

Al revisar las vidas de estas escritoras veo las distintas formaciones de mujeres que integran la escena literaria de la época. Las hay con premios, varios libros publicados en editoriales de renombre, dedicadas profesionalmente a la escritura como periodistas o editoras de revistas. Otras son artistas en varios campos o se mueven en el mundo del activismo, pertenecen a sindicatos, y las menos, tienen cargos políticos importantes. Muchas de ellas sostienen amistades con otras escritoras (uno de los cuentos en Confetti (1935), el libro que hoy reviso, está dedicado a María Luisa Ocampo, por ejemplo). Tina Vasconcelos de Berges—la escritora de la que hoy hablo—es pianista y estudia música, es miembro del Sindicato Nacional de Redactores de la Prensa, presidenta del Congreso Interamericano de mujeres, secretaria general de la Alianza de Mujeres de México y diputada del estado de Oaxaca de 1964 a 1967.  Su vida, en mi opinión, ilumina las aseveraciones antes mencionadas. Su obra es prueba de una propuesta de un modelo de la mujer intelectual en la época revolucionaria. 

Confetti , su libro de cuentos aparece en un momento literario en el que, como dice Liliana Pedroza en Historia secreta del cuento mexicano, en México apenas estaba surgiendo como género literario y no tenía el prestigio de la novela: “Las escritoras dudan sobre cómo nombrar sus textos breves y los llaman novelas cortas, páginas sueltas, cuadros, confetti […] Simplezas” (26). En el caso de Vasconcelos de Berges, se observa esta intensión de experimentar con el género a través de comentarios sarcásticos entre paréntesis que rompen con la verosimilitud del narrador, notas al pie de página y otros juegos que advierten que la tensión narrativa o la unidad de impresión—tan imprescindibles en el cuento tradicional—no son centrales para la autora. Sin embargo, en mi lectura, no me interesa interpretar si esto se debe o no a la falta de habilidad artística a la hora de construir un relato, sino lo que quiero recalcar es cómo el texto se posiciona de manera ideológica al comentar sobre la figura intelectual de la mujer de la época.

Su estrategia es recurrir a la ironía y el humor.  Por ejemplo, para la autora, las claves para convertirse en una escritora famosa—que para ella es lo mismo que poseer calidad literaria—son bastante claras. Primero se necesita un círculo influyente de amigos y familiares que te lean y promocionen. Después, es importante que quien escriba el prólogo del libro sea mejor si es “Panchito” o “el escritor popular en turno”, pero en realidad ella misma se escribe su prólogo y el tono es el de una disculpa irónica. También es primordial "tener labia" y pretender una postura seria, ya que, según dice, el humor está peleado con la calidad literaria. Comenta sobre esto y dice que su padre se burla de ella y la describe como “una escritora chistosita” (12), intrascendente. Sus textos sugieren también que el ser intelectual tiene poco que ver con las capacidades creativas y mucho con las condiciones materiales, como en el caso de sus personajes músicos que a pesar de su talento terminan dedicándose a otra cosa por razones de clase o género. Finalmente, para Vasconcelos de Berges, el requisito indispensable del ser intelectual es poseer el don de la pedantería y egocentrismo, como lo vemos en los siguientes ejemplo.

El libro comienza con esta cita: “Empezaré por mi biografía para evitar trabajo a los escritores cuando YO muera. Estoy segura de que hasta entonces le pondrán mi nombre a la calle en la cual llevo ya un mes de vivir” (13). Y cierra con “una noticia halagadora e importantísima” que dice lo siguiente: “Si como es de esperar, no me mata alguno de mis lectores, próximamente podrá usted darse el gusto de comprar el segundo costal de Confetti. Pero antes publicaré tres tomitos que contendrán exclusivamente todas las felicitaciones que tanto por carta como verbalmente, he merecido por este libro” (193). Tal y como se ve, con un humor poco común en la década de los treinta, la escritura de Berges sugiere que la entrada tardía de la mujer a la literatura oficial quizá se deba a que nunca se tomaron muy en serio la figura del intelectual y su supuesto quehacer político. Para estas escritoras es mucho más importante el trabajo que hacen como miembros de asociaciones feministas y sindicatos; es decir, apuestan por el activismo como quehacer político y lo intelectual pasa a segundo plano. Esto se relaciona con mi experiencia personal, pues de mi propio contexto político y cultural, repensar la ciudad letrada y el activismo me parece una propuesta cada vez más sugerente. 

Me gustaría cerrar esta entrada apuntando una curiosidad de Confetti. Uno de los pocos cuentos que siguen al pie de la letra el decálogo de Horacio Quiroga o la fórmula de Julio Cortázar es justo aquel que no habla sobre el ser escritor y es quizá uno de los primeros cuentos cuir de la literatura mexicana (aquí un podcast sobre la literatura lésbica en México). En “Mi única amiga”, se cuenta la historia de un par de entrañables amigas hasta que la heteronormatividad las separa. En la escuela, se hace el chisme de que hay una “parejita extravagante”. La narradora desconoce el pasado de Rosa—quien sufrió al enamorarse de una profesora de español—e ignora que ella es la protagonista de los rumores. Al enterarse, declara: “Y por mucho tiempo cumplí lo prometido con mi gran frase: ‘No tendré más amiga que mi madre’” (107). Un ejemplo perfecto de lo que Adrienne Rich ha llamado el continuum lésbico—ese conjunto de experiencias entre mujeres (no necesariamente eróticas) que la heterosexualidad compulsoria ha borrado. Lo bueno es que la personaja, como la frase antes mencionada lo aclara, no se fue a la tumba cumpliendo lo prometido. Si bien este cuento no deja de ser irónico, es un ejemplo de los otros temas que explora Vasconcelos de Berges. Si hoy en día su libro puede parecernos estéticamente ingenuo, Confetti es otra mirada a la figura del intelectual en México e ilumina temas poco tratados en la década de los treinta como lo cuir, el divorcio y la precariedad material de las mujeres artistas.