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Alma oscura del alba (El cuervo, 2025) de Giovanna Rivero: una reseña.

Episodio 672 Leamos un libro Reseñas

11/19/2025 · Mónica Velásquez

La carne, una interfaz casi siempre incómoda"

Giovanna Rivero escribe Alma oscura del alba (El Cuervo, 2025, Bolivia) por Mónica Velásquez 

Reserva vs portal

Una reserva es un lugar acotado, cerrado, apartado, fijado para la residencia de lo diferente. Pensamos, en cuanto oímos la palabra, en las reservas indígenas de EEUU y Canadá. Pensamos en sus posibilidades, en sus duelos. Giovanna Rivero (Bolivia, 1972) ya había trabajado esos espacios en cuentos como “Piel de asno” y “Un resplandor final”. En su más reciente novela, diseña en el espacio de Red Hill y el pueblo colindante, Yankton Lake, una nueva versión de estos lugares, tan geopolíticamente planificados. Sus habitantes se debaten entre honrar a sus ancestros y constatar su desaparición, no casualmente se llaman los Sin Huella. Se debaten, también entre formas de sobrevivencia que pactan o resisten vicios, extractivismos, tráfico de personas, venta de drogas, escuelas que intentan afirmar una identidad en crisis. Como ya es recurrente en la obra de la autora cruceña, la mirada al mundo narrado es múltiple, desenfocada y, fundamentalmente, extranjera. La protagonista, Alma, es una migrante andina a la Reserva y porta en su cuerpo mismo dos marcas que la hacen más distante, más fuereña: un ojo rebelde, perdido, estrábico y el recuerdo/reclamo/invención (no se sabe bien) de una abducción donde fue tomada y, durante la cual, sospecha, generó a un ser (extrahumano).
Frente al cerco que delimita un lugar para ser domesticadamente un estigma social, se erige el portal, un lugar de paso y de comunicación, que separa y comunica el cielo y la tierra, lo indígena con lo migrante, las especies, los códigos, las lenguas. Varios seres de umbral habitan esas tierras: Alma (entre su tierra natal y la de acogida, entre estas y el cielo); Willa en el bar, entre negocios y extorsiones, deviene testigo de las fragilidades de ambos lados (reserva y pueblo); Yakla habita entre cuerpos muertos, sus restos y el olvido negligente de un Estado que los ignora; Russell oscila entre la fisonomía de un gigante, un humano, un animal; Lucero Nocturno busca componentes de un ritual que puede dar por igual un resultado o su opuesto.
Por esas oposiciones estructurales, la narración renuncia a su univocidad y deviene fractal, movediza entre tiempos, entre focalizaciones, entre registros diversos. Quien lea, pues, tendrá también, que moverse.
No se trata solamente de una revisión a una temática actual (esas heridas abiertas de la migración, el enjaulamiento, el hambre como arma letal), también se apuesta por una organización vitalista que, desde los portales/umbrales, logra cuestionar y echar a tierra algunas de las vallas, las categorías, las separaciones entre lo distinto. No para fusionar los seres, no para armonizarlos, sino, muy humildemente, para resignificarlos desde sus fracasos y fragilidades.

Lenguajes intra y extraterrestres

Como muy bien ha señalado Alba Balderrama en su reseña y presentación de la obra en la Feria del libro de Santa Cruz, el lenguaje también se va explorando como centro de indagación por lo vivo. Más allá de cómo hablan los personajes, cada uno de esos seres habita la lengua con mayor cuerpo (en el caso de un personaje tullido que escupe en un código para ser entendido), con mayor trazo (cuando Zoe se tatúa el rostro hasta volverlo opaco, no-deseable), con toda la adrenalina inyectada en ellos (cuando sus cuerpos son atravesados por la droga, se trate de seres humanos o de caballos entrenados para carreras). Hay personajes que arman cuerpos imaginarios con signos no verbales (recolectando huesos que quedan en las aguas), hay otros, como Alma, que derrama su interioridad en discursos psicoanalizándose. Otros más miran los ojos del otro e imaginan una lengua común (¿cómo se le habla a un ciervo?, ¿cómo se lo oye?) Habla la ira, “una rabia antigua, histórica, casi resignada”, asomando en activismos (sea con letra de canciones, composiciones escolares o gritos). Habla la planta carnívora y su hambre; la adolescente y su mordida huyendo de sus raptores. El lenguaje pluraliza sus formas y giros en una reserva babélica que nos muestra las múltiples caras de una cultura dentro de otra.
Existe un lenguaje “impoluto”, el que toda migrante aprende ejerciendo, por ejemplo, actividades de limpieza; un lenguaje que rememora sus usos y significados (cito: “recogerse… su madre solía usarla (esa palabra), no en el sentido del catecismo (…) sino refiriéndose a la hora en que el cuerpo se guardaba en el refugio de la casa”; un lenguaje que abandona “su lengua para hablar en la lengua del enemigo” simulando aquietamiento, domesticación, civil sometimiento. Lucero conversa con “espíritus”, el bosque se manifiesta entregando “su cruz y su miedo” a cada quien; una lengua ajena al planeta deja solo cierto aroma de vientre, cierto arrobo místico, cierto borde que no puede verbalizarse.
Alma puede “alluviarse” en las sesiones con su analista, o desear “acucaracharse” en el nido propio, aunque circunstancial; puede haber sobrevivido al rapto, sabiéndose "totalmente decodificada" en el no-tiempo de la abducción. Después de todo, ella, docente y escribiente, tanto como raptada y delirante (o no), tiene una encomienda: "Su tarea era encontrar el lenguaje, la lengua, el último adjetivo para este desalojo".
La novela incorpora, además de las modalidades enumeradas, fragmentos en inglés, modismos cruceños, tipografías que exigen otros tipos de pacto lector; letras de canciones, sospechas de lo que un búfalo hubiera dicho del cantautor y que se tacha en el texto.
Como dice el personaje de Zoe: “¿cómo quitarte ese jodido lenguaje de encima? ¿cómo quitarte todo ese tacto?” Los cuerpos migrantes o enajenados en su propio territorio, las mujeres raptadas y violentadas, ¿cómo zafan de esos nombres, de esas manos que las y los marcan?

Animales en el deseo

Algo de la época actual anhela animalidad, migra hacia ella, sea dentro del cuerpo propio o el de las más variadas bestias. Existe en el gesto algo de una mínima conciencia sobre el daño causado a los animales y los modos tremendamente violentos de cazarlos, mutilarlos, usarlos en nombre de ritos propios. Dentro del abanico de escrituras dedicadas a las inter-especies, la de Giovanna apuesta por la mutua piedad y el respeto, cierta ética alejada de cualquier cazador, si acaso un mutuo olerse, condolerse, constituir el amuleto del otro. En cohabitación amorosa. Por ello, un estudiante cantautor convoca al búfalo, libera a un caballo de su adicción inducida y su explotación en carreras. Por ello, arañas, tigres y demás cohabitan en esas mismas tierras y sus bordes. No hablan, no intervienen ni inventan lenguajes humanizados, sí se miran, se saben, se ofrendan mutuamente.
Russell cree imaginar lo que le diría un animal: “el ciervo, claro, había venido a suplicarle que lo matara” “era su manera de decir: te he vencido. Mi muerte te ha vencido (…) te he convocado, para que me acompañes en este tránsito. Me verás, pues, morir”. Russell le corresponde imaginando que le contesta: “he esperado (…) con infinita paciencia. Te he dejado gozar de los bosques y las quebradas (…) juro que te habría curado con arcilla (…) no soy un cazador, soy un Sin Huella y eso es todo”. Ambos son solo eso, lo que son. Ambos están en el sitio asignado por la especie, pero se acercan, aproximan sus afanes para asistir uno al otro, se acompañan en el tránsito vital, que es otro umbral entre una cara del misterio y otra.
En algún momento, el narrador advierte: “más especie que un hombre. Una mujer, pensaba, es un monstruo involuntario”. Esa monstruosidad de lo femenino, una transversal en toda la obra de Rivero, vuelve como aquello amenazado, vendido, tomado, difícil de cuidar. Russell lo manifiesta cuando debe ocuparse de su hermano (otra recurrencia en el mundo de esta autora en la que un hermano cuida a otro). Así él admite que “también sentía alivio de que fuese un chico y no una chica. No sabría cómo cuidar a una jovencita, así como estaban las cosas”. Animalados, en mutua constatación del otro, los personajes de Rivero van entre su especie y la otra, como van los indígenas en un terreno ya desapropiado, como van las lenguas en traducción o la vida evadiendo nuestros modos de devastarla. No es poco.

Entre ovnis, bosques y desaparecidas: el cuerpo

Como en obras anteriores, en esta novela se mezclan mitos locales con otros provenientes de distantes y distintos lugares. Junto a la reflexión por la ecodevastación y los extractivismos o como parte de estos últimos, el cuerpo de Alma también ha sido tomado, se le ha extraído algo que ella no puede manifestar. Así como el ciervo va hacia Russell pidiendo una muerte justa, Alma va hacia el ovni para emprender un regreso. Lo animal no puede sustraerse de la especie, lo humano no logra escabullirse de sus mandatos o destinos. Ella recuerda la orden que le dieron: “esto es un parto humano. Compórtate como una humana. No tenía dónde esconderme”. Sin embargo, Rivero inserta ambigüedades entrañables: el ciervo se da a su asesino y completa el ritual; la mujer obedece, pare un ser, pero su cuerpo confunde señales y nos da a pensar; cito: “a medida que esa identidad se acercaba, lo que yo comenzaba a experimentar era un amor inconmensurable, un amor que consistía en saberme conocida, saberme decodificada”, “me extraían un óvulo” “allá tengo una criatura nacida de mis genes y no quiero traerlo aquí donde la tierra se pudre”. Ciervo y mujer se ofrendan porque lo vital está extinto. Paralelamente, la protagonista nos interpela en nuestro morbo e impiedad, que etiqueta antes de oír densidades existenciales: “el amor no era interesante. Sí, en cambio, el trauma, la penetración del cuerpo, la insana curiosidad interestelar”. ¿Seremos capaces de oír al animal y permitir una muerte digna, de oír a la mujer y oír los bordes del deseo y del amor o preferiremos el trauma y la prisa canceladora?
Animal y mujer, como cuerpos, recuerdan quién cortó su asta, quién robó su óvulo. Sienten en su olor la mutilación y la edad, la alerta de un olor íntimo que avisa de una toma o de una ausencia de vida. Alma lo piensa así: “la memoria física, celular, de haber sido invadida, de haber sido habitada, de haber sido separada de algo esencial y, sin embargo, ajeno. Sabía que le habían quitado algo, pero no sabía reconocer qué. ¿Un hijo? ¿Un engendro? ¿Una replicación de sí misma?” Los cuerpos recuerdan. Quizás por eso van hacia quienes los han incompletado. Van hacia el ojo que no les funciona bien o la vagina que no deja de llamar con señales de anomalía, o dejan un hueso flotando, pidiendo que alguien mire en la hondura donde ya no son un ser humano, solo un resto en ese río-vertedero.  
Después de todo, para esta valiente escritura, se sabe que “la experiencia del mundo era el cuerpo”, “la carne una interfaz casi siempre incómoda”, “la gente como ellos siempre cedía al vicio de contar la vida como una fábula”. Hay pocas maneras de habitar y nombrar los desalojos y los lazos de nuestra época. Saber salir de la reserva y caminar hacia el umbral que nos conecta es la apuesta de Giovanna Rivero, para recordarnos, entre otras muchas cosas, que la vida terrenal o no, humana o no, late y pide renombrarla, rehabitarla con el temblor amoroso con que se dice “nosotros”, con el riesgo de cohabitar haciendo que por fin nos amanezca un inicio.