Hoy los invitamos a escuchar una reseña sobre el libro de Carla Faesler, Dron (Mi madre era granadero)(Impronta casa editorial, 2020), poemario cuyo hilo conductor es la imagen de la madre granadero y la mediación de los cuerpos. El libro es un pequeño manifiesto de la lucha social en México. La lectura y escritura es por Francesca Dennstedt.
“Mi madre era granadero, / un monito de cómic, / el dron y sus visiones de maizales y huesos, / un mágico control de tele y de temor” escribe Carla Faesler (Ciudad de México, 1967) en su último libro titulado Dron (Mi madre era granadero) y publicado por Impronta en el 2020. Al sostener en mis manos el libro, la textura del papel—Vellum Snow de 188 g. y Murillo Senape de 190 g. señala el colofón—y los colores brillantes confirman que el poemario es un libro-objeto cuya propuesta de lectura habita en la materialidad del libro y está condicionada por las manos que participan en su elaboración. Como sugeriré más adelante, esta materialidad contrasta con uno de los temas centrales del libro: la tecnología y la precariedad laboral, el pasado y el futuro. Para aquellos que nos escuchan y no están familiarizados con el trabajo editorial de Impronta, en su página web se describen como una editorial mexicana que se aleja de las técnicas convencionales de impresión—utilizando máquinas antiguas para hacer libros tipográficos, con tipos móviles y linotipia—para regresarle al libro “su cualidad de objeto y la experiencia sensorial que implica la lectura” como es el caso de Dron.
Carla Faesler es una escritora y poeta cuyo trabajo literario no existe solamente en el lenguaje escrito, sino que es un ensamblaje entre texto, imagen y sonido “que explora las maneras en las que se puede representar el pensamiento”. Autora de la novela Formol (Tusquets 2014), Catabásis exvoto (Editorial Bonobos 2011), Anábasis maqueta que le mereció el Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2002 (Editorial Diamantina y Difocur 2004), No tú sino la piedra (Ediciones El Tucán de Virginia 1999) y Ríos sagrados que la herejía navega (Ediciones Mixcóatl 1996) y de múltiples proyectos albergados en la red que la posicionan como una de las escritoras mexicanas—junto con Minerva Reynosa, Karen Villeda o Rocío Cerón, entre otras—que utilizan lo interdisciplinario, experimental y virtual para crear una propuesta literaria sensorial.
A lo largo de los diez fragmentos de Dron, el lector asiste a un ir y venir de imágenes, colores y sensaciones centrados en la figura de la madre granadero: “Mi madre era granadero, / un monito de cómic, / el alter aturdido de un tú de videojuego / activado por un joystick colosal”. En el siguiente fragmento, la madre ganadero deviene en cómic, luego en videojuego para finalmente ser desplazada por otro que la controla. Así, la voz poética habla de un cuerpo y de la materialidad de éste mediada por lo virtual y mediático: el videojuego, el dron, el joystick, la televisión, los cómics aparecen en el poemario como tecnologías que en el presente reprograman nuestra sensibilidad para legitimar ciertas perspectivas, este caso, la del estado y sus dinámicas de precarización y de violencia. Dice la voz poética: “Cuando el mundo era en blanco y negro / se veía menos la sangre” (12). Después de todo, la madre era granadero por dinero y por ser madre: una mujer que nunca “se tragó la tibia del marido / a cambio de aguinaldos conyugales” dice la poeta. El lector nota que la madre, miembro del equipo antimotín, usa casco no por cuestiones ideológicas sino por la opresión de las estructuras de poder, que representan a la figura del estado represor. Pero cuando pasa a ser “la madre multitud” deviene en símbolo de la violencia cotidiana, de la falta de trabajo y de la violencia patriarcal.
Ya la autora nos ha advertido que el poema corre entre los ejes de lo público y lo privado, entre el pasado y el futuro (o lo que en alguna platica ha llamado retrofuturismo), y en medio de estos ejes está el impacto mediático. Por ello, en Dron la clave de lectura está en la materialidad del libro, en el peso de sus hojas, en el rojo y en el amarillo, en las manos que lo encuadernan y que nos remiten a sentir el tiempo de manera diferente: a detener el pensamiento y concentrarnos en las imágenes que el texto acumula hasta devenir en poema y en un cuerpo que a veces se levanta hasta volverse colectivo. Y es en esa colectividad—simbolizada en el propio proceso de producción—donde la autora encuentra la posibilidad de un futuro, entre lo precario y distópico, para la lucha social. En las últimas líneas de Dron, Carla Faesler, nos advierte, con un dejo de esperanza, que:
“Somos nosotros, / soy yo rompiendo todo / en ese único espejo / del caso antimotín”.