Hablemos, escritoras. Blog

Los restos de los restos de un canon en construcción. Octava entrada: El peso mocho (1979) de Benita Galeana

Francesca Dennstedt · 08/06/2022

Los feminismos hoy en día son lugares que nos acogen políticamente, alianzas éticas que nos invitan a pensar un mundo sin estructuras patriarcales de dominación. Con su pluralidad infinita, los feminismos de hoy tienen múltiples raíces y genealogías, de ahí su potencial político indestructible—advierte María Galindo. A lo largo de estas entradas y de manera tangencial surge un interés por trazar las raíces y genealogías de los feminismos en la literatura mexicana justo para entender cómo llegamos al tsunami feminista que estamos viviendo hoy día. Por ejemplo, en la entrada anterior, sugería que Julia Guzmán es una de las primeras escritoras que escriben en México sobre los derechos de las mujeres, especialmente el derecho al divorcio y a la propiedad. Sin embargo, todas las escritoras hasta ahora mencionadas en estas entradas pertenecen, en mayor o menor medida, a un mundo letrado y de clase media-alta. Quiero decir, son escritoras con educación, que se dedican profesionalmente a la escritura como lo es el caso de Concha Villareal o pertenecen a grupos intelectuales como al Ateneo Mexicano de Mujeres. En otras palabras, es una genealogía feminista que goza de ciertos privilegios y que oscurece la pluralidad que señala Galindo. Poniendo esto en contexto, hay que tomar en cuenta que los índices de alfabetización en las primeras décadas del periodo postrevolucionario eran muy bajos. Para darnos una idea, en 1921 el 71.4% de los mexicanos eran analfabetos, mientras que para 1940 un poco más de la mitad de la población seguía sin saber leer ni escribir, a lo que se suman las pocas oportunidades para escribir que tenían las mujeres.

Con este panorama, resulta complicado evitar caer con la misma piedra de siempre y entonces ver la historia de los feminismos en la literatura mexicana de una manera unitaria, es decir, como la de la mujer de clase media-alta y olvidar que otras escritoras desafiaron también este esquema. El reto es encontrarlas, aunque nunca se hayan escondido. Este es el caso de Benita Galeana, quien durante toda su vida militó en el partido comunista, estuvo en la cárcel más de 58 veces, se peleó con José Revueltas —quien la expulsó de forma arbitraría del partido— y despreció a Frida Kahlo por burguesa. Quiero decir con esto que, con su perfil, no es alguien que pueda caer tan fácilmente por las grietas del olvido y, sin embargo, su obra se conoce poco o nada.

Galeana nace en Guerrero en 1907 y muere en la ciudad de México en 1995. Además de ser una de las luchadoras sociales más importantes del siglo XX, Galeana escribe tres libros: su propia autobiografía titulada Benita (1940) (descargable de forma gratuita bajo el proyecto de la brigada para leer en libertad), su libro de cuentos El peso mocho (1940) y un libro de publicación póstuma llamado Actos vividos del que no he podido encontrar más datos. Benita en su autobiografía nos cuenta que no sabía escribir ni leer, que aprendió a juntar letras con la ayuda de un silabario y que le pedía a su última pareja que le leyera en voz alta lo que escribía, siendo él quien además editaba sus textos. Pero Benita no se detuvo frente al obstáculo de no saber escribir para convertirse en escritora.

En sus libros, Galeana da cuenta de un feminismo intuitivo, aquel que María Galindo identifica en su nuevo libro, Feminismo bastardo Mantis/Canal Press, 2022), como un tipo de desobediencia inapropiable que no viene ni de los espacios académicos ni de Cristóbal Colón, haciendo guiño a los discursos coloniales. A Galeana le chocaba la etiqueta del feminismo precisamente porque venía de espacios ajenos a su lucha. Y decía: “no le encuentro chiste. El feminismo no me convence. Me desagrada ese sello: soy una luchadora social y punto”. Pero seguía desobedeciendo, creando problemas y contrabandeando ideas. Por ejemplo, en la siguiente cita señala que se negaba a estar al servicio de los hombres: 

—¿Qué es eso de la jornada de ocho horas? — le preguntaba. 
—Eso quiere decir que nadie debe trabajar más de ocho horas al día. 
—Y capitalismo, ¿qué es? ¿Y qué quiere decir burguesía?
Él me iba explicando todo y yo ya empezaba a entenderlo, aunque no muy bien. Oía sus explicaciones pero a veces no las entendía. Él seguía en la lucha con entusiasmo. Una noche se me presenta y me dice: 
—Benita, tengo que salir luego; pégame este botón que se me cayó. 
—¡No te pego nada!
—¡Cómo que no!
—¡Claro! Porque yo ya trabajé mis ocho horas y tú me has dicho que nadie debe trabajar más de ocho horas al día... (Galeana en Benita, 95). 

Uno de los cuentos incluidos en El peso mocho, “María la voz”, es un buen ejemplo de este feminismo intuitivo: una pequeña niña huye de la violencia de un pueblo entre guerras solo para perderse en el camino. Después de dormir, despierta junto a un muerto y, desde entonces, éste le susurra qué hacer. De repente, María es una adivina que usa sus talentos para forjarse su propio destino. La historia nos cuenta que se llenó de amantes y cada que le aburrían o la restringían, simplemente los abandonaba:

Así pasó María su vida, seguía adivinando, teniendo maridos, los que ella quería por órdenes dizque de su amigo la Voz, y no había nadie que hablara de ella porque fue lo primero que la Voz le anunció, que ella no sería casada; y cada marido que tenía le dejaba un hijo, pues a ella no le importaba estar teniendo hijos supuesto que el pueblo se los mantenía (49). 

María es uno de los pocos personajes femeninos del libro que no acaban muertas. Otro ejemplo es el personaje de Doña Min Galeana, una mujer que prohibía el matrimonio a sus hijas puesto que este siempre implicaba la desgracia para la mujer: todas sus hijas acaban muertas y Doña Min en luto perpetuo. En estos textos no hay referencias explicitas a los discursos feministas, pero si rebeldías y afectos que nos acogen y nos invitan a repensar las estructuras patriarcales.

Si bien Galeana rechazó el sello feminista, su desobediencia inapropiable es otra de las genealogías que nos acogen políticamente dentro del feminismo. Al igual que Galindo, insisto en subrayar el carácter inapropiable de la rebeldía de Benita, como en aquella que no puede ser transformada en derechos constitucionales, ni en discursos académicos, ni en novelas perfectamente escritas, sino más bien en la que pone en énfasis que la lucha está y estará en la calle. Así, la tarea que nos deja Benita es pensar cómo habitar la calle con la literatura no para cambiar opiniones de viejas y nuevas escuelas sino para hacer que todo esto estalle.