A Alejandra Costamagna no le interesan los aspavientos ni los redobles de tambores ni las frases para el bronce. En sus relatos late una especie de amable sobriedad. Es su tono, su sello: nunca exhibe su autoridad, aunque de hecho sabe siempre muy bien de lo que habla. Conoce su barrio, conoce a su gente, conoce su jardín, conoce a sus gatos. Sus personajes parecen tan reales que durante largos y valiosos segundos nos volvemos nosotros, con el libro en las manos, menos reales.