Un hombre gordo, sensual, goloso cena una noche con sus amigos y sin la menor queja se derrumba sobre el campo de sus placeres. Su cuerpo es examinado, declarado muerto, incinerado y depositado en una urna. Pero su fantasma permanece. Eso sí, imposibilitado de vagar a voluntad, cautivo de un candil eléctrico. Y entonces su viuda, a quien le había resuelto la vida hasta entonces, se ve obligada a entrar al mundo: aún joven y sumamente atractiva, tiene que enfrentar seductores; inexperta, decide dirigir la mueblería que es su patrimonio, y sin saber cómo debe decidir si conformarse con su soledad. Éste es el inicio que sirve como excusa para meternos a una vida de pequeña ciudad durante la década de 1890, en pleno Porfiriato. Los adelantos técnicos hacen su aparición junto con nuevas curiosidades científicas y pseudocientíficas: junto a la higiene, el magnetismo; bajo el naciente psicoanálisis, la magia persiste; contra las disciplinas positivistas, los consuelos pobres del pulque. Así, la época surge como un entrecruzamiento entre conservadurismo y aires de libertad, entre conveniencias y deseos que saltan clases sociales y buenas costumbres. Pero más allá de la época están sus personajes únicos. Ésta no es una novela histórica en el sentido habitual de la etiqueta: un decorado de época donde los personajes parecen disfrazados. En Rosas negras la historia y cada una de las historias que se van escapando del cauce principal suenan a verdad. A verdad, a chisme de pueblo, a dimes y gozosos diretes, a enredos y diversión. Aquí están los placeres del folletín y de los cuentos de fantasmas, pero siempre con la capacidad característica de Ana García Bergua para encontrar la profunda sabiduría de los ingenuos, de los mandados, de los buenos.