La infancia es un lujo, pero es también un peligroso y movedizo terreno que define y retrata una historia. Amparo Dávila lo sabe, lo vivió. Nació en 1928 en Pinos, Zacatecas, uno de esos tantos poblados mineros mexicanos que más parecen cuevas de fantasmas, traspasados por el viento helado, por días largos como años, por años inmensos e inmóviles como la eternidad. Ahí no se habita, ahí se inventa la vida por el único camino posible: la imaginación. Tanto se inventa, tanto se fabula que ya no es posible hallar la frontera entre la verdad y la irrealidad. Si a ello se agrega una precaria salud, una infancia solitaria, de hija única, pesada en el silencio, en la mudez, entonces la inteligencia se vuelve desquiciante. Para completar, la familia va a vivir a San Luis Potosí, y la muchacha acarrea sus espectros y va a parar a colegios de monjas. Ahí comenzó el fatalismo: descubrió la palabra escrita y la lectura perturbadora.