El diván de Antar invoca y hace visible una presencia de otra manera inalcanzable. Su estructura es el sueño que sueña Elsa Cross cuando está despierta. La poesía de Elsa es como esos días inexplicablemente hermosos, en los que no dan ganas de hacer nada, más que dejarse vivir por ellos. Su libro es un diálogo entre la piedra desnuda del desierto y los oasis de vegetación exuberante a orillas de los ríos. Es la vastedad de las dunas, el sol del mediodía, los espejismos del deseo y de la memoria. El paisaje de su pensamiento tiene cielos de cobalto crudo, árboles esdrújulos, riberas en los declives y estrías que penetran en los recintos donde no reinan las palabras. La mujer de los 25 cantos de amor que conformar el diván de Antar habita en el vasto imperio de los cuartos cerrados del deseo, descansa en playas inventadas, se baña en mares violeta, rasga la tela de los sueños, vive días de gran aturdimiento, se atreve a pronunciar el nombre del amado y deja que la imaginación construye una ciudad con murallas como médanos, sólo para hablar de él; desde ahí, va descifrando su propia memoria y acaba dándole voz a la monotonía del infinito. La poesía de Elsa Cross transcurre en otra densidad, bajo otro sol, lejos del tráfico y de la prisa. Tiene la persistencia del mar golpeando desde siempre las mismas rocas, la textura de la arena, la inagotable paciencia del viento. Hay que arriesgarse a atravesar esos textos, dejarse atravesar por ellos, recorrerlos, quedarse ahí a solas, en lo más solo de uno mismo y tener cuidado, porque pueden romperse con el ruido del teléfono o de una puerta que se azota. He tratado de decir algo de lo que sentí y vi al recorrer la poesía de Elsa Cross. Sus palabras saben más.