No es un río
Cuando por fin sale de la casa, el sol le lastima la vista. Las calles de arena vacías. Algún gurí que corre hacia el monte como él de chico, escapando de la siesta. La picuí que canta y esa como puntada en la panza que le da cada vez que repara.
Como suponía, están todos abajo de la enramada del rancho del César. Sin camisa, brillosos de sudor y grasa de pescado. Juegan a las cartas. Corrieron los restos de dorado a una punta del tablón que hace de mesa. Arriba de unos cartones, los pellejos grasientos, las cabezas enteras, los ojos amarillos, abiertos, reverberan a la luz de la siesta. Esa misma luz dorada los envuelve a todos, como si irradiara de los cueros, las escamas chamuscadas. Dos pescados que fueron inmensos. Ahora: espinazos pelados, cabezas de boca abierta, boqueando secos afuera del agua, adentro de este verano más inmenso que ellos. La misma luz envuelve a los amigos, parecen temblar como un espejismo, orejean los naipes, se miran por encima del abanico de cartas, las pupilas vidriosas por el vino y la calor. Entra también en la luz, en la enramada. Silencioso, sin hacerse notar.