En una entrevista reciente publicada en el New York Times (7 de noviembre, 2021) el historiador israelí Yuval Noah Harari observó cómo, frente a la crisis climática actual, nos enfrentamos a un "problema narrativo". Dadas las condiciones imperantes, sugiere, las políticas globales se enfrentan a una posición novedosa, de desconcierto. Según Harari, si bien es importante tener "enemigos humanos" para generar una historia que cautive, atrape, esto mismo es imposible en el contexto de la presente catástrofe ambiental. El problema es, precisamente, que nuestras mentes "no evolucionaron para este tipo de historias". Por el contrario, los humanos, al evolucionar como cazadores, jamás hubieran considerado cambiar el "clima de manera tal que fuera perjudicial para sus propias existencias". Las narrativas, entonces, se vinculaban a enemigos tribales cuyo interés era conspirar unos contra otros. En el presente, el Antropoceno conforma una amenaza que compromete la continuidad de futuras generaciones. Es por eso que activistas como Greta Thunbergs promueven un mensaje de advertencia y alertan al mundo que se "están sacrificando" a los jóvenes en el altar de la avaricia e irresponsabilidad de quienes se encuentran en el poder. Ya no se trata de cuánto CO2 hay en la atmósfera, sino de un "drama humano donde los viejos están sacrificando a los más jóvenes". Más allá de estar o no de acuerdo con las soluciones que Harari propone, el problema de cómo narrar el Antropoceno y qué rol cumplen los relatos y el acto de contar en un momento histórico de crisis como el presente, es un interrogante que se vienen preguntando múltiples escritores, artistas, e intelectuales.
El futuro como contingencia o la (im)posibilidad del futuro. Frente a esta eventualidad Nuestro mundo muerto de Liliana Colanzi nos deposita en una realidad alternativa, un tiempo y espacio marciano desde donde pisoteamos los desechos del presente. Los "artefactos averiados" que salpican las planicies de Marte, junto a un "vertedero de aparatos obsoletos" depositados por los "chinos, indios, rusos y americanos" apuntan a una tierra saturada de desechos que recurre a planetas extraterrestres para almacenar allí lo que ya no cabe en la Tierra. A mayor consumo y "desarrollo" económico, mas grande será la producción de desechos (nuestro imaginario está saturado de un archivo visual donde playas arenosas devienen páramos cenagosos, cráteres invertidos de basura que se imponen como montañas endebles, asimétricas). Joan Martínez Alier, en Environmentalism of the Poor (2002; traducido como Ecologismo de los pobres) observa que a esta producción se suman los daños a los sistemas naturales, la erosión de los derechos que corresponden a las generaciones futuras, la pérdida de saberes, y la privación del acceso a recursos y servicios ambientales a comunidades de generaciones presentes, las que padecen una cantidad considerable y desproporcionada de contaminación y toxicidad. En Nuestro mundo muerto, la protagonista narradora vivió expuesta a la radiación de una planta contaminada toda su vida. Quienes nacen allí, en lugar de dar a luz hijos, engendran "monstruos", o niños "con dos cabezas", niños-pez, con "aletas" en lugar de "brazos y piernas". La protagonista, que pasó gran parte de su vida en una intemperie radioactiva, se alista como voluntaria para viajar a Marte en lo que promete ser la nueva gran conquista: el sueño de un capitalismo agotado que, ante la depleción de recursos en la Tierra, se dedica a expandir la frontera extractiva en nombre de un cientificismo expeditivo que no es sino una nueva forma de imperialismo. Ese delirio humano que en el relato se titula "La Lotería Marciana", no es sino una caricatura, la promoción de la "aventura mas grande después del descubrimiento de América". La narradora, cuyo primer embarazo queda trunco, busca en Pip, une vez ya en Marte, embarazarse de nuevo. A pesar de la repulsión que siente por él, y a pesar de que lo intenta, Pip está enfermo ("el cáncer lo estaba comiendo") y no logra, por lo tanto, torcer el pronóstico de un futuro abortado. Tanto el de su generación como el de los que vendrán.
Donde ya no hay vida ––el "gran Sinsentido de nuestra condición" o, como lo llamaría Eugene Thacker en In the Dust of This Planet (2010), el "mundo impensable", o mejor, quizá, lo imposible de pensar, asir, reflexionar–– emerge lo viviente en otras confluencias y figuraciones. Lo viviente plantea continuidades más allá de la violencia infligida por el Antropoceno, o acaso en consonancia con esa violencia. En la "planta nuclear abandonada" crecen cigüeñas (hay nidos), moras y madreselvas. No se sabe, todavía, cómo serán los pájaros, si tendrán alas o aletas, una cabeza o dos, quizá tres, quién sabe, tal vez cuatro. Si las moras y madreselvas serán gigantescas o diminutas, o si, es posible, se limitarán única y exclusivamente a la labor, harto tediosa, de transmitir radiación a otros seres terrestres. Pero también lo viviente reemerge como una fluidez material que torna en sujetos activos aquellas formas que determinan el destino de los humamos, invirtiendo las jerarquías que centran al ser humano como agente de la historia y la memoria. Dice Colanzi: "algo maravilloso en las películas de Tarkovski es que el paisaje es siempre un elemento activo en la construcción de la extrañeza, no un mero telón de fondo de la historia." En Nuestro mundo muerto, esta práctica de descentrar al ser humano, al hombre, el sufijo antropo– se palpa en el "desierto silencioso", el cual no sólo "respiraba en tu cuello" sino que, agazapado en aquel mutismo, aguardaba "deseoso de matarte"; si "te dabas por vencido", peor aun: "te tragaba con su boca antigua e insaciable". La atmosfera desértica, parámica, del relato da cauce a una proliferación de imágenes que alternan entre lo alucinatorio y lo real: el ciervo dorado o el pez prehistórico son formas de lo viviente que se incrustan en la materialidad marciana para conectar, quizá, un universo viviente de flora y fauna terrestre, ahora muerta y sepultada, con el deseo y las ansias por preservarlo, ya sea por medio de espejismos, alucinaciones o quimeras, o a través de las excreciones que el Antropoceno va vertiendo a su paso. Migajas, restos de vida que aúnan lo humano con lo no humano en una metamorfosis de ensamblajes donde prima la extinción. Lo poco vivo que queda de los humanos en Marte se desintegra, lenta o vertiginosamente. No es causal que el primer muerto en Marte, el suicida Choque, fuera botánico. ¿Qué proyecto puede sostener la vida de un ser desterrado y replantado en un territorio alienígena y dotado de "kilómetros de páramo, un paisaje herrumbroso en el que a veces destellaban las vetas plateadas de las rocas de los volcanes muertos"? Si bien estas narrativas problematizan la crisis y el caos climático que nos define hoy, son a su vez catalizadores de proyectos experimentales que dan forma estética a nuevos saberes y nuevas comunidades. Pequeños oasis que conectan aquellos mundos muertos con organismos vivos. Figuraciones vivientes reimaginadas que se encabalgan en formas narrativas que desordenan los sentidos y abren espacios para la interpelación, ranuras que se abren como grietas entre espacios, tiempos, sustancias y hacia universos impensados (aunque no por eso menos impensables).