Puertas demasiado pequeñas
Escucho el gorjeo de pajaritos que se despiertan. Ha de ser un árbol abarrotado, que está que se cae de tantos pájaros y ruido. Al fondo, muy a lo lejos se oye la sirena de una ambulancia. Se acerca, Baja por la curva de la carretera y se apaga cuando llega al lugar en donde estoy.
Alguien me jala los párpados e introduce un haz de luz en cada pupila. Es una mujer. Me habla. Pregunta si la escucho, pregunta mi nombre. << Me llamo José Federico Burgos, me caí de allá, de aquella barda, estoy lastimado de la mano derecha, ayúdeme>>. Ella vuelve a preguntar si la escucho y me doy cuenta de que las palabras que digo no salen de mi boca. Las pienso como si las dijera, pero no las digo. <<Mi mano está muy mal, cúrenla, no la corten. No me la vayan a cortar, por favor. Soy pintor, no me vayan a cortar la mano>>. Me desespero tratando de explicar, pero se me hace un nudo en la lengua, como esas veces en que a uno se le sube el muerto y trata de gritar desde lo más profundo del sueño pero la voz no sale no sale de la garganta.
—¡Despierta! — Me sacude la cabeza —. Trata de abrir los ojos, ¡mira para acá! ¿Me oyes?
—Va a convulsionar— dice otra voz, un hombre joven—, dame cincuenta de Fenitoína.