En los poemas de Cristina Rivera Garza hay sopas instantáneas, sillas de plástico color naranja, mandarinas desgajadas, batas de franela, lentejuelas, rímel y risas, una cajera cuando devuelve el cambio, papas fritas, té de menta o té de naranja o té de jazmín, Valium, dos cajas de Marlboro light, trescientas aspirinas, vasos de leche, flores de plástico, botes de basura, escritorios de metal, latas de sardinas, cables de teléfono, ambulancias, rocolas. También hay personajes como la Mujer Enorme, la Ex-durmiente, laEx-Muerta, la Diabla, la Bestia, Los Sumergidos, los Desamparados y los Solos y los de Tres Corazones Bajo el Pecho. Además de algunas de las frases con las que suelen iniciar los cuentos infantiles —para sumergirnos en una suerte de ensoñación o enrarecimiento, propicios de la clase de historias que estamos a punto de leer—: Había una vez. O dos. Érase que se era. Érase que fueo que habría sido. La poesía de Cristina Rivera Garza es una carretera bífida: un camino que se bifurca entre la materialidad más tangible y rotunda y la posibilidad de lo contingente, de lo que podría o no suceder. Sus poemas son un lugar donde es viable que lo que es sea; pero, sobre todo, y como anhelaba Alejandra Pizarnik: que sea lo que no es