En el 2014, la activista de origen maya Miriam Pixtun declaró “el futuro ya fue”. Como miembro del movimiento por la Resistencia Pacífica de La Puya en Defensa del territorio, con esta frase, Pixtun aludía al pensamiento filosófico de su pueblo, señalando al pasado como una apuesta para el futuro. Traigo a colación la frase de Pixtun porque —como señale en la entrada anterior— “el problema indígena” en la literatura mexicana se ha relacionado con la modernidad, el progreso y el futuro de la nación. Ya decía María Luisa Ocampo que para que Yucatán saliera del estancamiento en el que se encontraba, el indígena debía aprender los métodos de los nuevos tiempos tales como la repartición de tierras y el lenguaje oficial. Pero la frase de Pixtun nos invita a criticar la idea de progreso en nuestras narrativas nacionales. En palabras de Yuderkys Espinosa Miñoso: “El futuro que se sueña en territorios comunales en lucha contra la expropiación extractivista por parte del frente estatal y transnacional en Guatemala se parece en mucho a la organización social, el modelo de vida y felicidad existente antes del periodo en que estos pueblos se han visto amenazados por el colonialismo interno y la modernidad capitalista que avanza destruyendo toda forma de lazo y de gestión de la vida en común”. La novela de la que hoy escribo da testimonio de que, en el pasado, la organización social y afectiva de los grupos indígenas de alguno de “los estados del sudeste de México, que no es Yucatán” ya vivía en el futuro hasta que los sistemas feudales y estatales trajeron el retraso. Otras críticas en la actualidad han hablado de la vigencia de este problema, como el caso de Yásnaya Elena Aguilar .
Tierra de dios (Ediciones botas, 1954) de Concha de Villareal narra la historia de un grupo de campesinos mayas que continuamente es desplazado de sus tierras en la época posrevolucionaria. El grupo se asienta en Luum Chaac, un conjunto de tierras ejidales que el grupo trabaja en forma de cooperativa. Pero el gobierno y las corporaciones transnacionales no hacen otra cosa que robar, abusar y acabar con la riqueza del lugar. El momento central de la novela es la muerte de Don Hermenegildo Rosas —uno de los defensores de la tierra de Luum Chaac— quien es asesinado por una de las corporaciones. Por ello, los campesinos toman el zócalo y expulsan al gobierno corrupto. Tierra de dios acaba de manera utópica: con un gobernador incorruptible que busca salvaguardar los intereses indígenas y, además, proteger al medio ambiente.
Lo que me parece interesante es que, en un poco más de doscientas páginas, Concha de Villareal describe la vida en comunalidad de esta sociedad, la cual se opone a las sociedades jerárquicas—incluyendo a la patriarcal—y a una economía basada en la extracción de los recursos naturales. Veamos un ejemplo. Alejandra, una de las integrantes mayas de esta comunidad, sale embarazada después de acostarse con Pánfilo, uno de los enviados del gobierno corrupto que además muere horas después del encuentro sexual envenenado por un árbol—el bosque y sus mecanismos de defensa nos recuerda Hermenegildo. Meses después, al enterarse del embarazo y la “traición” de Alejandra, su hermano amenaza con correrla de la casa. Hermenegildo le recuerda que no puede expulsar a Alejandra de su hogar puesto que ella, con su trabajo, es tan dueña del territorio como el mismo y que, además, su cuerpo es su cuerpo. El futuro —aquel donde imaginamos la autonomía de los cuerpos de las mujeres— quizá ya fue.
Tierra de dios sugiere que el saber indígena tiene las respuestas para alcanzar el añorado futuro. Si bien la novela de Villareal no deja de reproducir una idea de progreso colonial que incluye al estado como sistema único de regulación de la vida, tal mujer de su época, no dejo de pensar que, indirectamente, el libro ejemplifica lo dicho por Pixtun y retrata esta vida comunal que tanto añoran, por poner un ejemplo contemporáneo, los personajes de Las aventuras de la china Iron de Gabriela Cabezón Cámara obra también reseñada en este espacio. Es aquí donde leer El curandero y Diez días en Yucatán se vuelve productivo. Estas lecturas dejan ver que Concha de Villareal se aproxima a la literatura de manera diferente a la de Ocampo y Veyro. Por ello, me gustaría cerrar esta entrada mencionando que Concha de Villareal, ante todo, utilizaba la escritura no solo ficcional sino periodística como una forma de activismo. Y habría que recordar que no es la única periodista que me he encontrado entre las escritoras a las que me he dado la tarea de revisar en estas entradas, como en el caso de Indiana E. Nájera.
Como menciona Helia D’Acosta en la breve biografía que escribe de la autora, para Villareal escribir ficción no era simplemente crear un objeto estético ni un vehículo de erudición sino una forma de activismo. Villareal dedicó su vida a denunciar la explotación de los campesinos principalmente de las regiones del sur del país. Por ejemplo, y como corresponsal del Excélsior, Villareal se fue a Chiapas en 1949 para documentar el monopolio del pox (un tipo aguardiente maya) y los abusos e injusticias de los hermanos Pedrero. En ese viaje, Villareal sufrió un intento de asesinato y, además, lograron desprestigiarla como periodista. Este episodio influenció y acortó su vida. En sus últimos años, su salud estaba deteriorada, sufría de precariedad laboral y se divorciaba del esposo. Finalmente, muere sola en un hospital psiquiátrico de Venezuela en 1956 al que nadie sabe como llegó. Villareal fue una luz rebelde—y aquí me robo la expresión del libro Luz rebelde que habla de otras mujeres que utilizaron el arte como forma de militancia— que soñó con escribir una literatura con el potencial de frenar la máquina extractivista. Hoy sabemos que la ciudad letrada es parte de dicha máquina, pero en la década de los cincuenta, Villareal no alcanzaba a vislumbra que el futuro ya fue y añoraba la utopía.