Hablemos, escritoras.

Tres preguntas con Giovanna Rivero.

Episodio 306 Estéticas del antropoceno

01/31/2022 · Gisela Heffes

Hacerle frente a la compulsión de consumo que genera la obsolescencia programada"

"¿Qué significa realmente ser un ser humano?" pregunta Giovanna Rivera (Bolivia) hoy respondiendo a Gisela Heffes sus tres preguntas sobre nuestra relación con la naturaleza y el medio ambiente en la época del antropoceno. En la lectura escuchamos una verdadera cátedra y un punto de reflexión sobre el tema y entendemos de qué manera la literatura es el medio ideal para hablar de él. No se pierdan esta importante lectura en audio y texto. 


1. Frente a los cambios que el Antropoceno va produciendo en el planeta y las crecientes alteraciones geológicas que los humanos estamos provocando, ¿cuál es el rol de la literatura y el arte, y es posible (o no) dar cuenta estéticamente de estos cambios?

Es cierto que el arte y la literatura desde siempre se adelantaron a las catástrofes naturales porque vieron en su comportamiento un desarrollo orgánico del ritmo narrativo. La etimología griega de “catástrofe” nos recuerda que la acción de “voltear hacia abajo” era usada no solo para dar cuenta de la destrucción física del mundo, sino también para referirse al momento final de la catarsis en la comedia y la tragedia, cuando las pasiones se liberaban. Y en este sentido, la narrativa literaria nos recuerda una y otra vez que el orden de las cosas puede cambiar violentamente por la acción humana y que su tarea es, precisamente, articular relatos que nos adviertan con respecto a la peligrosa fuerza transformadora de lo humano sobre lo no humano. Ahora bien, la ciencia ficción estuvo probablemente más atenta que las narrativas miméticas a los cambios generados por el Antropoceno, quizás porque este género siempre ha jugado a proponer mundos alternativos a partir de los residuos y ruinas del planeta original. ¿Qué otra cosa es el Antropoceno que una era de residuos, de ruinas e irreversible huella?

De todas las manifestaciones del arte, la ciencia ficción es el relato por excelencia de este inicio de un nuevo eón. Insisto, pues, en que, a diferencia del antiguo realismo, el hábito de mirar con ojos desprejuiciados la materia del mundo y extraer de ella posibilidades antes impensables le ha permitido al género de la ciencia ficción convertirse ahora en la portadora más sensible de las enunciaciones proféticas para el presente siglo. Y es que la ciencia ficción puede ser considerada como un metalaboratorio en el que entran en contacto variables que, por fuera del campo simbólico y metafórico que ofrece este género, no nos atrevemos a manejar. Pienso, por ejemplo, en cómo Marosa di Giorgio se adelanta tremendamente al concepto de mutación, que hoy nos atarea tanto desde la esfera microscópica con los virus, como también a nivel de comportamientos geológicos del planeta y de prácticas tecnológicas sobre el cuerpo. En sus poemas narrativos, di Giorgio traza un cosmos de criaturas que devienen otras, su lengua literaria interviene en los cuerpos para expresar formas indecibles de la subjetividad. Una flor que es además un himen para di Giorgio es un comportamiento natural de la vida. Este transespecismo ya ha estado presente en los cuentos de hadas y en la gran mitología grecorromana, y esto explicaría una enfática y reciente tendencia a las reescrituras de ese tipo de relatos. Precisamente, este concepto, el de la reescritura literaria me gusta mucho y creo que viene muy bien a tono con la necesidad de reciclar y hacerle frente a la compulsión de consumo que genera la obsolescencia programada.

La imaginación literaria tiene ese poder, el de volver a tomar los materiales desechados y acumulados en el sótano del subconsciente y la memoria colectiva y diseñar algo singular. Que no sea original no es importante, porque la idea de la originalidad ha sido cooptada por el capitalismo y utilizada para imprimir muertes súbitas sobre objetos e ideologías. Pienso, en este sentido, que la película Blade Runner, de Ridley Scott, basada en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, puso el dedo en la llaga de la obsolescencia mucho antes de que termináramos de convertir nuestro planeta y el ciberespacio en un basurero de cosas superfluas que apenas habíamos tenido la ocasión de usar. 

2. ¿Cómo visualizar, además de la crisis planetaria y el imaginario escatológico, nuevos mundos o mundos alternativos, tal como lo proponen escritores como Margaret Atwood, cuando señala: “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”?

El horizonte actual pone ante la imaginación literaria tremendos desafíos. Quiero pensar que la escritura es capaz de generar un nuevo Big Bang que dé lugar, efectivamente, a muchos mundos posibles dentro de este mismo planeta. La utopía debe estar definida por su pluralidad intrínseca, no solo en sus características sociales –por decirlo de algún modo–, sino también en las coordenadas físicas que le dan volumen a una realidad; de otro modo, esa utopía no deja de ser un proyecto político lineal y termina traicionándose a sí misma. Ojalá seamos capaces de imaginar una utopía espiralada, algo que subvierta y fragmente la línea del progreso y de la historia, que supuestamente se dirige hacia un fin unitario, homogéneo e ideal. 

Así como en la distopía extrema de la novela Plop, el escritor argentino Rafael Pinedo fue capaz de crear una cosmogonía sucia, de barro, contándonos que incluso en el asco más anárquico los estratos de poder vuelven a reproducirse como bacterias y que, aun en esa precariedad abyecta, todavía late la vocación de trascendencia, así mismo –digo–, debemos poder hacer el camino inverso, de la bacteria a la inmensidad, y representar el deseo de un planeta de múltiples ethos, radicalizando la apuesta por una mirada cósmica en la que nuestro planeta no sea el único cuerpo celeste de valor gravitando en el espacio. A este respecto, Emanuele Coccia dice que parte de nuestra desgracia actual se la debemos a esa noción bastante infantil de estar “adentro” de algo y “afuera” del cosmos. El mismo lenguaje lo connota cuando decimos “el espacio exterior” para referirnos a Saturno, Júpiter o Marte, como si nosotros, los terrestres, estuviéramos por fuera del cosmos, a salvo quién sabe de qué fuerzas incomprensibles. Si hubiéramos aceptado nuestra naturaleza extraterrestre, dice Coccia, nuestra relación con el resto de la galaxia habría sido más equilibrada y se habría atemperado bastante la manía de la destrucción, porque todo –evidentemente– se trata de eso, de destruir para crear un mundo nuevo y flamante, listo para estrenar. Es así como se publicita cualquier resurrección escatológica, a partir de la aniquilación de un mundo anterior.

Creo, entonces, que la ficción puede crear otros escenarios y otras subjetividades que interpelen a la conciencia humana desde ángulos realmente incómodos e ineludibles. No se trata de caer en un romanticismo ingenuo, sino de usar el poder enunciativo y performativo de la narración para crear otras dinámicas interrelacionales. Pienso en la novela El cazador, de la escritora australiana, Julia Leigh, en la que un cazador tiene la misión de dar con el mítico y extinguido tigre de Tasmania. Esta búsqueda de un ejemplar animal a punto de desaparecer del sistema terrestre, ¿no es acaso la búsqueda de otras maneras de vida, de un ethos que no sea necesariamente humano y no por ello menos digno y pleno? Ya Herman Melville, con Moby Dick, había subrayado esta relación tan poderosa y en cierto modo íntima entre el sujeto herido y el animal apasionado y cómo el segundo tiene la capacidad de retorcer el destino histórico, incluso de anularlo en la vastedad informe del mar. A propósito de esto, creo firmemente que las nuevas utopías deben derribar y astillar en minúsculas piezas la mole de la flecha histórica. Hace poco leí el poemario La mata, de la escritora colombiana Eliana Hernández, y deslumbra la manera con la que la poeta construye una voz afectiva para hacer hablar al monte como testigo histórico y político de la Masacre de El Salado. En ese poemario, hay algo de dramaturgia, lo que me hace pensar que en este momento las artes más ostensivas –como el teatro, el cine o la pintura– tienen una gran ventaja a la hora de crear imbricaciones metafóricas inéditas, aurorales. Tal vez, se me ocurre algo a la rápida, sea tiempo de reconectarnos con las corrientes del surrealismo que permitieron drenar el dolor de las guerras del siglo XX. El propio Julio Cortázar bebió de esa veta surrealista para crear cuentos que parecen cuadros como “Axolotl” y en el que la identidad de lo herméticamente humano es cancelada gracias a la especularidad de lo anfibio, de lo que es y no es.

3. ¿Cuáles son los textos, trabajos y obras que más te inspiraron a escribir, entre muchos, cuentos como "Pasó como un espíritu", "Regreso" y "Hermano ciervo", o la novela juvenil Lo más oscuro del bosque, y por qué?

Desde hace tiempo me reconcilié con la humilde semilla de mi formación como lectora. Crecí en un pueblo pequeño, cuyo acceso a la gran literatura era mínimo. Las historietas de editorial Columba, que llegaban a Bolivia desde Argentina, eran para mí oxígeno puro. Esos dibujos registraban una cosmografía heterogénea en la que habitaba lo mismo Gilgamesh, el Inmortal, que los mutantes generados por la radiación o el bárbaro Or-Grund y la maravillosa Sacerdotisa de la Luz. Todas esas criaturas constituyen el sedimento de mi imaginación, pero no de manera aislada o presas de sus características individuales, sino en un tejido que no puedo ni quiero desanudar. La lectura salvaje de esas sagas ha permeado mi imaginación y me ha acompañado a lo largo de otras búsquedas. Por ejemplo, “Pasó como un espíritu” le hace un guiño al mundo radiactivo y bacteriológico de la historieta Mark, creada por el historietista argentino Robin Wood. En mi relato, el suelo ya no es capaz de alimentar a los árboles, la flora es de un amarillo pálido y los cuerpos humanos y animales han comenzado a mutar. El cuento “Regreso”, por otra parte, juega con una influencia cinematográfica que para mí es entrañable. Me refiero a la saga de Alien, de Ridley Scott. Hay una escena en la que la teniente Ripley es testigo del parto de una criatura extraterrestre y, lejos de apartarse afectivamente de ese momento, Ripley acaricia al recién nacido, con lo cual se nos plantea la figura de una maternidad monstruosa. En “Regreso”, yo también quise iniciar una genealogía teratológica que retara al supuesto instinto maternal. En todos estos casos, sin embargo, palpita una inspiración central: Frankenstein, de Mary Shelley.  De ese canónico monstruo, me gusta que su identidad esté siempre en el horizonte, como una utopía inasible, y que provenga de distintas semillas. Una parte fundamental de mis búsquedas literarias parte, precisamente, de la interrogante sobre lo humano. ¿Qué significa ser una criatura humana? ¿Estamos realmente condenados a ser humanos sin otra posibilidad? 

En el cuento “Hermano ciervo” también está presente una suerte de intertextualidad con Alien, pues la idea de gestar un embrión que no sea absolutamente humano flota sobre el cuento. Uno de mis intereses teóricos y artísticos se relaciona justamente con lo transhumano y el modo en que esa vía de expresión de la carne y la psiquis parece plantearse como una salida a nuestra potencial extinción. Claro que en este relato el foco está puesto en la experimentación de la industria médica y farmacéutica, algo que va convirtiendo a uno de los personajes en una variante del zombi y quizás del vampiro. Me conmovía mucho la inquietud ontológica que genera el ver al propio cuerpo dirigiéndose por un rumbo que uno no puede controlar. Pensaba en Gregorio Samsa, de La metamorfosis, de Kafka, y en cómo el desplazamiento epistémico de saberse de pronto de una especie diferente o a merced de una dinámica celular desconocida es un sentimiento muy en sintonía con lo que estamos atravesando como humanidad. Debo admitir, sin embargo, que la escritura de “Hermano ciervo” encontró su principal fuente de inspiración en el paisaje. Comencé a escribir este cuento mientras aún vivía en Ithaca, al norte del estado de Nueva York. Los paisajes nevados y la presencia constante y enigmática de los ciervos –una figura casi mitológica– fueron el estímulo. Y es que el paisaje es un texto complejo y polisémico. La nieve se despliega ofreciendo la oportunidad engañosa de un palimpsesto, pues ella, en la aparente homogeneidad de su blancura registra, epidermis tras epidermis, huellas de los procesos de la naturaleza y también de la violencia del ser humano. Mientras escribía este cuento pensé mucho en el relato “Encender una hoguera”, de Jack London, y las fuerzas y sabidurías que se ponen en acción para definir la supervivencia o la muerte de los organismos vivos.

Con Lo más oscuro del bosque, del 2017, quise extender el mundo de La dueña de nuestros sueños, un conjunto de relatos breves episódicos para niñas y niños que publiqué el año 2001. En ambos libros, el bosque aparece como un llamado irresistible. Los árboles son misteriosos, los animales y los espantapájaros no son meros accesorios del paisaje, sino que actúan como una otredad que gatilla el autoconocimiento adolescente. El deseo de narrar el extravío del sujeto humano en los intersticios de la naturaleza siempre está vivo en mi imaginación, supongo que hay allí una pulsión barroca muy latinoamericana. He cedido a esa tentación muchas veces. Por ejemplo, mi cuento “Contraluna”, publicado el año 2004, tenía como protagonista a un científico que se adentra en una selva brasileña para encontrar a una especie única de escorpión. Recuerdo que escribí ese cuento bajo el influjo de una novela que me había gustado mucho: Tú, la oscuridad, de Mayra Montero, en la que un herpetólogo se obsesiona con la idea de encontrar a la “rana roja”. 
Pienso, en definitiva, que el bosque es un lugar profundamente epistémico. Heidegger, por ejemplo, llamó “claro del bosque” al momento en que algo se abre en la comprensión del ser, pero que se abre no para exhibirse, sino para volver a plegarse en su ocultamiento, en su misterio. El Antropoceno, en cambio, buscó desnudarlo todo, despellejarlo, sin respetar los misterios, sin recogerse, ya sea existencial o espiritualmente, ante los reinos de los que apenas tenemos idea. Adentrarnos de verdad en el bosque tal vez consistiría en renunciar a nuestra supremacía humana y acercarnos al enigma del ser orgánico que respira igual que respira otro animal y que huele, hiede y se pudre igual que cualquier otro cuerpo, incluyendo las bacterias, las plantas y las piedras.