En Anthropocene Poetics (2019), David Farrier propone diversas expresiones estéticas para reflexionar en el pasado profundo y en el profundo futuro. Formas poéticas cuya materialidad se extiende en el tiempo desarraigando y visibilizando su conexión con sus orígenes. Una materialidad que amplifica la presencia de rastros humanos en la forma de paisajes antropogénicos, una materialidad duradera y ecosistemas alterados. Estas formas estéticas facilitan una relación con el tiempo profundo del Antropoceno, una visualización en relación a cómo, en esta era geológica, el pasado distante y el futuro fluyen a través del presente en formas que, a veces, resultan incluso sorprendentes (1-2).
El escritor peruano José María Arguedas publicó, en 1933, el cuento “Agua,” una historia donde la escasez hídrica y, en particular, la distribución desigual de esta fuente vital para subsistir revela las tensiones que definen un pasado que se extiende sobre presente. En este caso, las temporalidades (post)coloniales reemergen cono una fuerza que nunca termina de desaparecer. Esto se observa en la desigualdad tanto de recursos como en el acceso a fuentes hidráulicas. La historia se desarrolla en un pueblo chiquito llamado “San Juan”, el que se ubica cerca de una mina abandonada. La presencia de la mina, vestigio de un pasado extractivista y colonial, subraya las conexiones entre explotación, recursos naturales y mano de obra barata. En el pueblo, ubicado en los cerros y rodeado de montañas, la población local e indígena se reúne todos los domingos en demanda de agua por que “Agua, niño Ernesto. No hay pues agua. San Juan se va a morir porque don Braulio hace dar agua a unos y a otros los odia”. El maíz de los comuneros, endeble, “casi no se mueve ya ni con el viento se secará”, mientras que el de don Braulio, “está gordo, verdecito está, hasta barro hay en su suelo”. Barro que sólo el agua puede generar, porque Don Braulio “era como dueño de San Juan”. En este paisaje de la desolación, los comuneros “pedían agua lloriqueando y después se regresaban; si no conseguían turno, se iban con todo el amargo en el corazón, pensando que sus maizalitos se secarían de una vez en esa semana”. En el pueblo de San Juan se encuentran sólo “arbustos secos, pardos y sin hojas”, un paisaje de rocas deshidratadas, hasta cierto punto desahuciado, cuyos “falderíos terrosos, la cabeza pelada de las montañas, la arena de los riachuelos resecos” se clavan en el entorno dándole un aire de yermo y lividez. A pesar de que Braulio alegue ser el dueño del pueblo, las montañas, y por extensión, del destino de los comuneros que dependen del agua que él mismo suministra a su antojo, de acuerdo con su ánimo y preferencias, Arguedas logra contraponer dos miradas antagónicas. Por un lado, el individualismo cáustico de Braulio, por el otro, los comuneros (y nótese que del término se deriva comunidad, común) para quienes el agua, las montañas, no tienen dueño: “Mama−allpa (madre tierra) bota agua, igual para todos”. Pero más que nada Arguedas construye un relato que ejerce una crítica profunda a la brutal explotación de los indios (abuso laboral y maltrato que expone una prolongación temporal (el pasado en el presente) y socioespacial (una distribución y transposición del poder y las jerarquías análogas al periodo colonial). Lo dice de manera evidente:
–Como en todas partes en Nazca también los principales abusan de los jornaleros −siguió Pantaleoncha−. Se roban de hombres el trabajo de los comuneros que van de los pueblos: San Juan, Chipau, Santiago, Wallawa. Seis, ocho meses, le amarran en las haciendas, le retienen sus jornales; temblando con terciana le meten en los cañaverales, a los algodonales. Después le tiran dos, tres soles a la cara, como gran cosa. ¿Acaso? Ni para remedio alcanzo la plata que dan los principales. De regreso, en Galeras−pampa, en Tullutaka, en todo el camino se derrama la gente; como criaturitas, tiritando, se mueren los andamarkas, los chillek'es, los sondondinos. Ahí nomás se quedan, con un montón de piedra sobre la barriga.
La imagen es poderosa. Los hombres, como las rocas inertes del paisaje, se integran a la pedregosidad del entorno, hasta que de esa inercia sólo quede polvo, aridez, sequía pura. En efecto, los comuneros “son para morir como perros”. Sedientos y deshidratados, son formas de vida en descomposición y se definen por esa ausencia. La ausencia de agua.
Menos de cien años después y el flujo hídrico e indispensable para sobrevivir aparece, ya de manera oficial, privatizado. Esta fantasía devenida realidad nos asalta, en El Rey del Agua, como una propuesta ficcional que ya se materializó. El agua como propiedad privada: con dueño, pero, en lugar de Don Braulio, es ahora El Tempe Argentino. Esta agua no escasea aún –escaseará luego, como refiere Claudia Aboaf al referirse al texto que cierra la trilogía, El ojo y la flor, de 2019. El agua como depósito, donde yacen cuerpos, organismos. El agua en que los desaparecidos de la dictadura se disuelven y entremezclan con plástico, metales, basura. Y el agua que también se drena para su consumo, a través de una ecología liquida.
En El Rey del Agua, la privatización de H20 no sólo implica una apropiación de recursos sino la privatización de la memoria, de la memoria colectiva, y del pasado. En Arguedas el pasado común se define a partir de la escasez y un descontento que no necesariamente logra cambiar las condiciones históricas y económicas. En Aboaf, en cambio, es una abundancia que, si bien inestable, se encuentra parcelada. Y en su segmentación, distribución, comodificación y transformación de recurso a producto, los restos humanos también circulan como mercancías consumibles. No hay que imaginar el agua, la tierra y el aire embotellados. Ese imaginario, como tantos otros, también ya sortearon las fronteras de las fantasías.
En el film The Lorax, dirigida por Chris Renaud (2012), la vida vegetal es artificial, no quedan árboles (como en el célebre cuento de Dr. Seuss) aunque se incorpora un elemento ausente en el texto: la comercialización de aire para subsistir. No sólo el aire se encuentra contaminado, sino que, sin árboles, simplemente no hay oxígeno. El relato de Seuss es categórico: la extracción de árboles como método de enriquecimiento individual implica un futuro sombrío. Un mundo a merced de los dueños del aire (o del agua). La película, diseñada para vender promesas e ilusiones a niños ávidos de finales felices, concluye con la semilla final que abre la posibilidad a un futuro generativo. Hay esperanza. No así el texto, ni tampoco en el relato de Arguedas. Son distopías no porque se ciñan a los parámetros del género sino porque se proyectan sobre territorios, planteos sociales y temporalidades alternativos. Pero son distopías que se insertan de cuajo en una realidad cercana, porque las estéticas del Antropoceno acortan la distancia entre ficción y realidad, pero también entre espacios (u)tópicos/ (dis)tópicos. Hasta cierto punto la estética del Antropoceno es una estética realista, íntima y de proximidad, porque nuestro universo de escasez y de abundancia inaccesible nos sumerge (¿ahoga?) en un piélago hondo, en las aguas erráticas de lo identificable y lo irreconocible. Y es en esa tensión donde ser articulan las formas y las poéticas de la escasez, la abundancia, lo viviente y lo incierto.