Leer Hubo un jardín, de la escritora argentina Valeria Correa Fiz, supone emprender una travesía asediada por lo inquietante. El primer indicio que desbarata cualquier premisa vagamente asumida es la utilización del pretérito perfecto: hubo. Que “hubo” un jardín connota, como asume muy bien el pretérito perfecto en su gramática del tiempo, que ya no hay. El verbo haber se despliega aquí con toda su potencia para concluir una coyuntura (espaciotemporal) que ya no existe. Declara Valeria que “la mayoría de nosotros hemos perdido el contacto físico con el mundo silvestre o tenemos un contacto que es cada vez menor” y esto, sin duda, “favorece la percepción de los espacios no urbanos como lugares ajenos, lugares con los que no tenemos ningún vínculo de cercanía ni de pertenencia.” ¿Es quizá el “hubo” percepción, o es resultado directo de la desvinculación cultura/naturaleza que nos obliga a mirar lo “natural” como un algo extraño y ajeno, una entidad desnaturalizada? Una cosa vaga e imprecisa que poco a poco adquiere rasgos variados de acuerdo con la asignación que se le otorga, ya sea científica, económica, literaria, cultural, o el momento histórico que la define. ¿Quizá sea el jardín íntimo lo que “hubo” y ha dejado de estar, o quizá el jardín funcione como alegoría de lo que desaparece?
En Puritan Conquistadors: Iberianizing the Atlantic, 1550–1700, el historiador Jorge Cañizares-Esguerra refiere a la colonización como “jardinería espiritual”. Según Cañizares-Esguerra, en la América del siglo XVII, el mejoramiento moral y espiritual de las personas se realizaba, con frecuencia, mediante el cultivo de especies vegetales particulares, ya sea en los jardines de los conventos y en los campos misioneros de los territorios ibéricos o en las alquerías protestantes en el norte (French y Heffes 2020, 10). Esta fusión del ser con el suelo se prolongaría hasta bien entrado el siglo XVIII, cuando se consideraba que España y Portugal se encontraban muy por debajo del horizonte de la modernidad europea (ibid.). En el Latin American Ecocultural Reader, con Jennifer French enfatizamos cómo, en los primeros relatos españoles, emerge una tendencia a destacar (ante los ojos de los europeos) las sorprendentes formas en que las poblaciones locales producían alimentos para abastecerse, ya sea por medio de jardines colgantes en los Andes, o con granjas de tortugas acuáticas en el río Amazonas y sus afluentes (ibid..,17). En muchos lugares la tierra sustentaba poblaciones notablemente grandes utilizando técnicas agrícolas y de otro tipo desarrolladas a lo largo de cientos, si no miles de años (ibid.). América, como bien sabemos, no había sido “descubierta” por los europeos sino “inventada” por ellos, e inventada a la imagen inconfundible de la “naturaleza”: esto es, como un depósito de productos naturales y como tabula rasa que, literalmente, esperaba la llegada de los misioneros cristianos para inscribir los principios fundamentales de la sociedad humana en el homo naturalis u “hombre natural” (ibid., 8). El discurso de la naturaleza –siguiendo un término prestado de Fernando Mires—fue desde el principio ambivalente ya que significó, a la vez, el prelapsario paraíso terrenal del Jardín del Edén y el terrorífico desierto que acecha a la imaginación mediterránea desde la más remota antigüedad en cuanto foco de una “hostilidad fundamental” a la civilización humana (Harrison 1992, 13, cit. en ibid.).
El jardín, el hubo, el Edén, en Valeria Correa Fiz, aflora en el relato “Hotel Edén”, una trama de horror que no sólo inquieta sino desplaza el mundo natural al horror que despierta la acción humana en clave fascista. El Hotel Edén, en el relato homónimo, se encuentra alojado en la sierra de Córdoba. También llamado, vulgarmente, el “hotel de los nazis”, había sido “diseñado como un lugar de descanso para tuberculosos, pero su emplazamiento, lujo y, posteriormente, la Segunda Guerra Mundial lo habían convertido en el spa de la burguesía” (Correa Fiz, 52). Pero, como bien sugiere la narradora, la “conexión de los segundos propietarios del hotel, los hermanos Eichorn, con el Partido Socialista”, con Hitler y con el mito de que el “Führer y Eva Braun no se habrían suicidado en el bunker en Alemania, sino que se habían fugado a Argentina y habían vivido hasta su muerte en esa Austria tercermundista y falsificada que era la ciudad de La Falda”, se mantiene tan vivo como la creencia de que allí ocurren “fenómenos extraterrestres y paranormales” (ibid., 53). El “paraíso” que evoca el Hotel Edén cede en el relato a una trama donde la “p” evoca el apodo de “Fabio”, uno de los personajes, y apunta de igual modo a “Paraíso químico” –en alusión a las drogas sintéticas que vende–, o, de manera alternativa, a “pelotudo importante”, como lo llama la protagonista. El Hotel Edén es un paraíso donde jóvenes y hippies se congregan para drogarse pero también el núcleo de disputas entre skinheads fanáticos que llegan preparados “para abollar un par de cabezas y romper costillas” y con “botellas de querosén” para provocar un incendio (ibid., 69). Y es también un lugar encantado, donde los fantasmas del pasado se imponen para saldar deudas pendientes. Es así como, en el relato, el Edén deja de ser paraíso para devenir un lugar maldito al que acuden no sólo “turistas con aspiraciones góticas y filonazis” sino también “todos los que bajan del cerro Uritorco y dicen que los ovnis llevan las luces alineadas como una esvástica” (ibid., 63). Si el Edén es un infierno, más aún es el jardín que lo rodea, seco y silencioso.
El “hubo” implica una clausura, pero como en toda idea de final emerge, asimismo, un surco de luz que presume un inicio. El “hubo” inaugura, en palabras de Valeria, la aceptación de una nueva “estética de la naturaleza”, esto es: “paisajes, ambientes y biodiversidad degradados y expoliados”. El “hubo” un jardín da paso a un “hay”. Lo que hay es “amnesia”, “resignación o renuncia colectiva”, falta de “compromiso con nuestro entorno”, ceguera frente a “lo que ocurre en el Amazonas o en la Antártida”. Porque es el “hubo” lo que recorre la colección de relatos, el “hubo” que desborda –no ya ausencia– sino lo que inquieta, algo innombrable pero que late y perturba. La escritura es un sitio donde podemos penetrar lo insondable y transformar esa pulsión inasible en materialidad. En “Donde mueren las perras”, el último relato de la colección, el jardín ostenta una “vibración permanente como de tábanos” aunque allí “no había ni insectos, ni árboles ni nada; sólo una pelusa seca y amarilla. Y a veces unos altarcitos que parecían hechos de basura, de cosas viejas y abandonadas” (ibid., 146).
Cultivar un jardín para transformarlo en altar de devoción fue, para Rosa de Lima (1586–1617), una prioridad impostergable. La hagiografía de Rosa invoca el hortus conclusus, o “jardín cerrado”, metáfora tradicional de la Virgen María, así como un elemento paisajístico real, basado en versos del Cantar de los Cantares bíblico (4:12): “Un jardín cerrado es mi hermana, mi novia, un jardín cerrado, una fuente sellada” (French y Heffes 2020, 51). En una de las partes más apartadas de su jardín Rosa de Lima construyó una pequeña celda de cinco pies de largo por cuatro pies de ancho para poder sumergirse en el trabajo manual, aunque, sobre todo, entregarse al recogimiento espiritual y la contemplación (ibid., 58). Asimismo, cultivar jardines puede funcionar como prueba de la organización racional de una sociedad. Tal es el ejemplo que evoca Francisco Javier Clavijero (1731–1787) para ilustrar la eficiencia y sostenibilidad de la agricultura azteca (ibid., 75). “Hubo” no uno sino muchos, una miríada, una multitud de jardines. Jardines para cultivar la espiritualidad, para sustentar poblaciones, como refugio o fortaleza, como conexión entre lo humano y más que humano. El pasaje temporal que nos dicta la gramática del título, una gramática sensible que señala asimismo alerta o peligro, es una forma de restituir sentido donde se impone el vacío. Ese jardín vaciado de contenido pero colmado de otras cosas –basura, desperdicios, rastros y vestigios del abandono e indiferencia–, pueden restituir en su empeño aquello que permanece, a pesar de la abrumadora amenaza por devenir fantasmagoría. Una deuda del pasado sin saldar; una cuenta que, tarde o temprano, será cobrada.