Hoy la escritora uruguaya Fernanda Trías, quien ha demostrado en su obra una preocupación sobre los temas ambientales y la relación del hombre con la naturaleza e impulsado una política del cuidado, comparte con nosotros sus reflexiones a tres preguntas. Recoge éstas y las lee la investigadora y también escritoras, Gisela Heffes de Rice Univesity en Houston, Texas.
1. Frente a los cambios que el Antropoceno va produciendo en el planeta y las crecientes alteraciones geológicas que los humanos estamos provocando, ¿cuál es el rol de la literatura y el arte, y es posible (o no) dar cuenta estéticamente de estos cambios?
Podría decirte que el rol de la literatura es observar, y luego “dar cuenta de”, problematizar, rodear estéticamente el problema, plantear preguntas y explorar -sin certezas posibles- algunas respuestas. Y que en ese proceso se produce algún tipo de aprendizaje, algún tipo de ensanchamiento del alma y algún tipo de diálogo con la lectora que nos ayude a pensar juntas. A veces yo misma lo creo. Pero luego me digo que no, que se trata de un rol mucho más modesto en el que yo, como autora, estoy sola con la palabra, y que al fin de cuentas escribir consiste en verter la angustia sobre el papel, la angustia sobre todo aquello que me interpela y me atraviesa, sobre todo aquello que me duele del mundo (lo que nosotras hacemos con el mundo y lo que el mundo hace de nosotras). Y tal vez la literatura simplemente permita compartir esas preocupaciones en un intento de exorcismo colectivo. Me viene a la mente este fragmento de Unamuno de Del sentimiento trágico de la vida: “Un pedante que vio a Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: Para qué lloras así, si eso de nada sirve. Y el sabio le respondió: Por eso precisamente, porque no sirve. (…) Y estoy convencido de que resolveríamos muchas cosas si saliendo todos a la calle, y poniendo a luz nuestras penas, que acaso resultasen una sola pena común, nos pusiéramos en común a llorarlas y a dar gritos al cielo (…) Lo más santo de un templo es que ese lugar al que se va a llorar en común. (…) No basta curar la peste, hay que saber llorarla”.
2. ¿Cómo visualizar, además de la crisis planetaria y el imaginario escatológico, nuevos mundos o mundos alternativos, tal como lo proponen escritores como Margaret Atwood, cuando señala: “Las utopías van a volver porque tenemos que imaginar cómo salvar el mundo”?
Creo que tiene que ver con un estado de ánimo colectivo. Es difícil pensar utopías cuando estamos apenas reconociendo el apocalipsis. Hay que pensarlo, hay que hablarlo, hay que hacer el duelo por el mundo que ya no será y que quedará plasmado en el arte como bitácora de la memoria (pienso en la literatura como en los anillos de los troncos de los árboles: cada anillo habla de un momento, de un tiempo acabado). Tal vez les toque a las próximas generaciones pensar esas alternativas, imaginar un mundo otro que nos permita solucionar el embrollo en el que nos metimos. A mí me cuesta pensar con optimismo y me cuesta imaginar una literatura que piense una utopía colectiva nacional, mucho menos regional, como las que soñaron en el pasado, porque el fracaso de la izquierda latinoamericana (una izquierda, además, machista y mayormente no ecologista) ha dejado una herida y una desilusión. Habrá que pensar por fuera de eso, quizás a menor escala: pensarnos primero a escala individual (yo con el mundo, yo con los animales, yo con las plantas), a escala familiar (salirnos de los modelos tradicionales de familia) y a escala comunitaria.
3. ¿Cuáles son los textos, trabajos y obras que más te inspiraron a escribir Mugre rosa, y por qué?
En los orígenes –los primeros fragmentos de lo que luego se convertiría en Mugre rosa los escribí en 2014– lo único que tenía eran imágenes obsesivas que me llegaban del inconsciente, de mis pesadillas. Esto fue así por al menos tres años, en que no pensaba activamente en la novela. Sabía que allí había un texto, pero solo anotaba imágenes y fragmentos sueltos, confiando que se organizarían tarde o temprano de algún modo. Luego vino la etapa en 2017 de investigar sobre la mugre rosa (el nombre técnico es “finely textured lean beef” o FTLB), sobre el síndrome de Prader-Willi y las lecturas sobre el Antropoceno en general. Fue hacia el final, cuando de hecho ya había entendido la novela, de qué iba, cómo la iba a estructurar, que releí algunas distopías. Suele pasarme que los textos que luego cito como “influencias” los leo o descubro después de haber terminado de escribir la novela. Porque al final, todo esto de volver sobre el proceso creativo y reconstruir cómo ocurrió no deja de ser una ficción, un discurso que muchas veces se construye a posteriori, mientras que la escritura en sí es mucho más misteriosa y la intuición mucho más sabia que cualquier plan trazado en tarjetas. Pero releí El cuento de la criada, que había leído en el año 98 (y luego Los testamentos) de Atwood, La carretera, de MaCarthy, Distancia de rescate, de Schweblin. Releí La peste, por supuesto. Y leí sobre todo poesía, Jaime Saenz, que acompaña desde el epígrafe, Eielson, haikus (Basho, y otros). En general, lo que busco al leer durante el proceso de escritura son textos que tengan un “alma” similar, es decir, que me pongan en la frecuencia de onda que necesito para sentarme a escribir.