En el cuento “Greenpeace”, del cubano Eduardo del Llano, tres amigos se juntan a formar un “Comando Ecológico” debido a que “todos los días desaparecen miles de animales y plantas”:
—¿Se los roban?—infirió Negro e mierda.
—No, seboruco, se mueren, se extinguen. ¿Desde cuándo ustedes no ven una cotorra suelta? Ya no quedan ni en Isla de Pinos. Mi abuelo cazaba venados en el monte, miren a ver si encuentran uno ahora. ¿Y jutías? Y eso que en Cuba no estamos tan mal. Ya casi no hay ballenas, por ejemplo. Ni tigres, ni ese tipo de oso chino, blanco y negro con una mancha en el ojo, no me acuerdo cómo se llama. ¿Les parece puerco el río Almenclares? Bueno, así está el mar dondequiera. El descuido o, aún mejor, imprudencia de los tres a-punto-de-devenir activistas ecológicos es la convicción, por cierto ingenua, de que un comando ecológico “no tiene nada que ver con la política.” No se requiere un exceso de imaginación para conjeturar el desenlace.
Un artículo de 2019 estimó que, entre los años 2002 y 2017, en cincuenta países, 1.558 personas fueron asesinadas por defender sus tierras y el entorno ambiental (“La ecología es la ciencia que estudia cómo hacer que los animales y las plantas no se mueran. Ahora en todo el mundo hay mucha gente preocupada por eso. Se llaman los Verdes, y tienen hasta partidos” [explicación de “Gravilla”, el ideólogo a cargo del programa de acción del comando ecológico en “Greenpeace”]). Los conflictos por los recursos naturales, que se conectan a su vez con diferentes sectores de extracción y producción como el de los combustibles fósiles, minerales y maderas, la agricultura y acuicultura, al igual que el acceso a cuerpos de agua y/o tierras explotadas, constituyen una continuidad del legado colonial que aún se sustenta en la apropiación de las riquezas locales través del establecimiento de sistemas de despojo y control. Activistas como Chico Mendes, Vicente Cañas y Wilson Pinheiro en Brasil, y Berta Cáceres y Jeanette Kawas en Honduras, por citar sólo algunos, murieron impunemente por proteger la selva amazónica, territorios indígenas, o por cuestionar (y protestar) la construcción de presas hidroeléctricas o plantaciones de palma para la industria aceitera.
Pero volvamos al ejemplo del Comando Ecológico: ya casi no hay ballenas. Volvamos a Cetus, el gran pez, a la balaena y a la eubalaena, ambas pertenecientes a la taxonomía de los cetáceos misticetos de la familia balaenidae (balénidos). Volvamos a estos gigantes mamíferos, criaturas de una belleza insondable, cuyos espiráculos, los dos orificios nasales que se sitúan en la cima de la cabeza, les permite expulsar vapor de agua junto a otras segregaciones pegajosas y fluidas. La potencial extinción de las ballenas es un hecho antropogénico. “Una ballena es un país”, reza uno de los versos del poemario homónimo de Isabel Zapata: “no pesa porque no tiene anatomía, tiene geografía”. Las ballenas “también son una casa”, y “siempre están en otra parte”. Son y no son, están y no están. ¿Cómo son los contornos marinos de esta cartografía vertebrada? ¿Cómo es la vida acuática de estos seres hidrodinámicos? ¿Cómo es la poética cetácea?
A partir de la convergencia entre literatura y Antropoceno es posible vislumbrar las madejas que se tejen entre naturaleza y sociedad, lo viviente y lo geológico, y desovillar historias literarias. Se puede, por ejemplo, revisitar Moby Dick y presenciar la dramatización de la manía humana destructiva frente a la voluntad de una naturaleza deliberada, como sugiere Pieter Vermeulen (2020). Una poética cetácea hiere. El preciado José Emilio Pacheco lo anunció de este modo: “Grandes tribus flotantes /migraciones / aisbergs de carne y hueso / islas dolientes”. Archipiélagos vivientes, ínsulas itinerantes que, a pesar de sus múltiples travesías oceánicas, emanan sonidos lúgubres. “Suena en la noche triste / de las profundidades / su elegía y despedida / porque el mar / fue despoblado de ballenas”.
También es posible desovillar la creación: este gesto pertenece, de manera similar, a la poética cetácea. En “Descreación” Homero Aridjis propone una lectura inversa que nos interpela como humanos y nos acerca a nuestra propia extinción: “Hecho el mundo / llegó el hombre / con un hacha / con un arco /con un fusil / con un arpón / con una bomba / y armado de pies y manos / de malas intenciones y de dientes / mató al conejo / mató al águila / mató al tigre / mató a la ballena / mató al hombre”. No es posible separar la poética cetácea de una poética de extinción. Tampoco una poética cetácea de una poética humana. Porque la elegía nos incluye. Nuestro destino está inexorablemente unido a todos los posibles devenires.
Cuando Gravilla le explica a sus dos amigos el plan ecológico, “Sangre ‘e mono“ alude, confundido, al “Comandado Escatológico”. Pero la elegía de una poética cetácea es humana porque, a pesar de que las “ballenas se parecen a nosotros” y “lloran cuando secuestran a sus hijos’, como nos recuerda Zapata, por otra parte, las “ballenas no se parecen a nosotros”. A pesar de que sueñen (cuando sueña, “son delicadas flores de pétalos de carne”) y canten (“sabemos que cantan y eso basta”). Y a pesar de que sus “frecuencias tonales” vayan “disminuyendo algunas fracciones de hercios cada año” por, es posible, la “variación en la temperatura del océano” y/o la “contaminación sónica del mar”, la poética cetácea de Una ballena es un país duele de otro modo.
¿Será porque su “voz nos sobrevivirá”? ¿O será porque cuando “abren la boca y entra el mundo”, “rompen el mundo”? Quizá nuestro mundo roto sea la clave de su existencia.